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P. Daniel Nardin, mccj

 

Trujillo, Perú

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Fotos: Jorge Decelis y Daniel Nardin

     

Publicada: 23-09-2013

 

Acompañando a la gente

 

El misionero comboniano Daniel Nardin, de 62 años de edad, ha trabajo en Perú durante casi tres décadas, en dos periodos. De origen italiano, el sacerdote nos comparte su experiencia misionera en este país sudamericano.

 

Entré al seminario comboniano a los 11 años. Me consagraron sacerdote el 8 de septiembre de 1979. Permanecí en mi tierra natal hasta 1984, trabajando en la animación vocacional y misionera. El 3 de enero de 1985, llegué a Perú, a la comunidad de Cerro de Pasco, ubicada a 4,380 metros de altura sobre el nivel del mar. Era una comunidad de mineros y el trabajo con ellos fue muy interesante, además, atendíamos comunidades rurales de ganaderos y agricultores.

Les contaré una experiencia muy difícil que viví, pero que refleja nuestro acompañamiento con la gente que sufre. Estábamos celebrando el día de la mamá en 1989, cuando llegaron los de Sendero Luminoso al campamento minero, mataron a cuatro policías, nos sacaron a todos de la iglesia y la cerraron. Uno de ellos me pidió incluso que bendijera su escopeta. En la calle, el líder nos dio un discurso sobre la revolución. Poco después, llegaron más policías y hubo un enfrentamiento. Hubo balazos por todos lados y no teníamos donde refugiarnos. Fue un momento muy duro, pero también muy positivo, porque los misioneros permanecimos al lado de la gente, en lo bueno y en lo malo; estuvimos con ellos durante todo ese tiempo y apreciaron mucho nuestra presencia. Durante la época de la guerrilla, ocho veces volaron los vidrios de la Iglesia porque a cada rato había dinamitazos, bombas, enfrentamientos. Fueron momentos muy difíciles, estresantes, pero también de crecimiento personal. Algunos me decían: «Tú tienes a dónde ir. Pero nosotros no tenemos otra casa, no tenemos otra posibilidad; nuestra vida es aquí». Y eso me animó a no abandonarlos, a darnos valor mutuamente, a formar muchos grupos de oración y a trabajar muy cercanos a ellos. En este lugar estuve de 1985 hasta 2007, exceptuando un periodo de cinco años que me enviaron a Italia (1993-1997).

 

Cambio educativo

En 2007 me mandaron a Trujillo, a trabajar con la gente que vive en la periferia y que es la más pobre y abandonada. En esta región ronda la violencia, los cupos (extorsiones), asaltos,  amenazas y muerte. Sin embargo, a mí no me preocupan los asaltos o los cupos porque no llevo nada en el bolsillo, ayudo a la gente de otra forma. Mi trabajo consiste en ir a las escuelas. Esto me ha abierto los ojos porque comprendí que si no se educa no se puede cambiar a la sociedad y la violencia continuará. El trabajo con niños y jóvenes es vital. A través de ellos se educa a la familia, porque los adultos están siempre detrás de sus hijos. Incluso los pequeños llevan consigo una carga de problemas y situaciones humanamente difíciles en todo sentido originados en su familia. Muchos de mis niños tienen a su papá en la cárcel, o su papá o mamá forma parte de la delincuencia.

Ahora entiendo a los grandes santos: san Juan Bosco y el mismo San Daniel Comboni que empezó con escuelas, buscando en la educación alternativas para mejores sociedades. Voy a colegios parroquiales y a estatales, gracias al docente de religión y a las buenas amistades con los directores y profesores. La idea es que a través de la educación se forme una nueva sociedad. Y lo estamos logrando porque, poco a poco, nos van reconociendo como polo de desarrollo no económico, sino moral, espiritual y como punto de referencia. Al mirar a un niño, pienso que hay capital para el mañana y que, a través de él, seguramente la sociedad va a cambiar.

Cuando estoy con los niños, los veo acercarse hacia a mí como una avalancha humana y me abrazan por todos lados y, a veces, tengo miedo de caer y aplastar a algunos. Son muy humanos. Esta gente ha sufrido mucho, está olvidada por las instituciones públicas, pero la Iglesia está presente, por eso nos hemos ganado un sitio a su lado.

Me siento agradecido con Dios porque me ha regalado lo mejor que podía darme: mi vocación misionera, y me ha permitido venir a compartir la vida, la sencillez, la humildad y la gracia de Dios que mueve corazones. Desde aquí, un saludo cariñoso a toda la gente que hace posible que el mensaje de Dios llegue a cada corazón y a cada hogar. Recuerden que Dios nos quiere mucho y quiere que seamos sus hijos, ayudemos para que toda persona conozca este gran amor de Dios.

 

Claudia Villalobos

Audio: Redacción

 

 

 

 

 

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