Publicada: 24-02-2014
Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma 2014
Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf 2Cor 8,9).
Queridos hermanos y hermanas:
Con ocasión de la Cuaresma les propongo algunas reflexiones, a
fin de que les sirvan para el camino personal y comunitario de conversión.
Comienzo recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de
nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros
para enriqueceros con su pobreza» (2Cor 8,9). El Apóstol se dirige a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser
generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasan necesidad. ¿Qué nos
dicen, a los cristianos de hoy, estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice
hoy, a nosotros, la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido
evangélico?
La gracia de Cristo
Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se
revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y
la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo
eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en
medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros; se desnudó, se «vació»,
para ser en todo semejante a nosotros (cf
Flp 2, 7; Heb 4, 15). ¡Qué gran
misterio la encarnación de Dios! La razón de todo esto es el amor divino, un
amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse
y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor es
compartir en todo la suerte del amado. El amor nos hace semejantes, crea
igualdad, derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo esto con nosotros.
Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de
hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la
Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a
nosotros excepto en el pecado» (Conc.
Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, 22).
La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí
misma, sino –dice san Pablo– «...para enriqueceros con su
pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para causar
sensación. Al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del
amor, la lógica de la Encarnación y la Cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros
la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para
él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo no es
esto! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan
el Bautista, no lo hace porque necesita penitencia, conversión; lo hace para
estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores,
y cargar con el peso de nuestros pecados. Este es el camino que ha elegido
para consolarnos, salvarnos, liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que
el Apóstol diga que fuimos liberados no por medio de la riqueza de Cristo,
sino por medio de su pobreza. Y, sin embargo, san Pablo conoce bien la
«riqueza insondable de Cristo» (Ef 3,8), «heredero de todo» (Heb 1,2).
¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos
enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros,
como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían
abandonado medio muerto al borde del camino (cf Lc 10,25ss). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera
salvación y verdadera felicidad es su amor lleno de compasión, de ternura,
que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo que nos enriquece
consiste en el hecho que se hizo carne, cargó con nuestras debilidades y
nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza
de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada
en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y
solamente su voluntad y su gloria. Es rico como lo es un niño que se siente
amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor y su
ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo, su relación
única con el Padre es la prerrogativa soberana de este Mesías pobre. Cuando
Jesús nos invita a tomar su «yugo llevadero», nos invita a enriquecernos con
esta «rica pobreza» y «pobre riqueza» suyas, a compartir con Él su espíritu
filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo, hermanos en el Hermano
Primogénito (cf Rom 8,29).
Se ha dicho que la única verdadera tristeza es no ser santos (L.
Bloy); podríamos decir también que hay una única verdadera miseria: no vivir
como hijos de Dios y hermanos de Cristo.
Nuestro testimonio
Podríamos pensar que este «camino» de la pobreza fue el de
Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar el
mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo
lugar, Dios sigue salvando a los hombres y salvando el mundo mediante la
pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los Sacramentos, en la Palabra y
en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. La riqueza de Dios no puede pasar
a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra
pobreza, personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.
A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados
a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y
a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no coincide con la
pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin
esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la miseria material, la
miseria moral y la miseria espiritual. La miseria material es la que
habitualmente llamamos pobreza y toca a cuantos viven en una condición que no
es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de
los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones
higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento
cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a las
necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad.
En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a
los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan
asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la
dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos casos, son
el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten
en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las
riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la
justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.
No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en
convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven
angustiadas porque alguno de sus miembros –a menudo joven– tiene
dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas
personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas
para el futuro y han perdido la esperanza! Y cuántas personas se ven
obligadas a vivir esta miseria por condiciones sociales injustas, por falta
de un trabajo, lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa,
por falta de igualdad respecto de los derechos a la educación y la salud. En
estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente.
Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va
unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y
rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios, que en Cristo
nos tiende la mano, porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos
por un camino de fracaso. Dios es el único que verdaderamente salva y libera.
El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria
espiritual: en cada ambiente el cristiano está llamado a llevar el anuncio
liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande
que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos
para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con
gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la
alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha
confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos
hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús,
que fue en busca de los pobres y los pecadores como el pastor con la oveja
perdida, y lo hizo lleno de amor. Unidos a Él, podemos abrir con valentía
nuevos caminos de evangelización y promoción humana.
Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma
encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a
cuantos viven en la miseria material, moral y espiritual el mensaje
evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso,
listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en
que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su
pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para despojarse; y nos hará bien
preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros
con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele: no sería
válido un despojo sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que
no cuesta y no duele.
Que el Espíritu Santo, gracias al cual «(somos) como pobres,
pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2Cor 6,10), sostenga nuestros
propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad ante la
miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia.
Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que cada
comunidad eclesial recorra provechosamente el camino cuaresmal. Les pido que
recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Vaticano, 26 de diciembre de 2013
Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir
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