Ahora que la figura de Joseph Ratzinger ha dejado este mundo, la Iglesia en esta tierra está más sola. Y también lo está el Papa Francisco. El camino sin igual del gran teólogo que se convirtió en Sucesor de Pedro ha sido también un camino de despojo. Desde la curiosa audacia del joven estudiante que amaba confrontarse con toda la amplitud de las cuestiones planteadas por la modernidad a la conciencia y a la condición de los bautizados, hasta las pruebas y sufrimientos apostólicos de los últimos tiempos, hechos también de ataques, juicios mediáticos, acusaciones.
Quizás se necesiten décadas para percibir plenamente los innumerables matices de la profecía que ha entregado a sus compañeros de viaje y al mundo entero, en las muchas estaciones de su larga vida -niño que crecía bajo el nazismo, seminarista, sacerdote, teólogo, profesor, obispo, Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, Papa-. Mientras tanto, ya ahora algunas hebras de esa urdimbre parecen brillar con mayor intensidad y relevancia, en la condición actual de la Iglesia.
Joseph Ratzinger a lo largo de toda su vida, inscrita toda ella en el palpitante misterio de la Iglesia, ha dicho que el tesoro, la perla preciosa, es la fe. Ha remarcado que la fe no es esfuerzo o rendimiento humano, y que puede nacer por gracia de la experiencia de un encuentro: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Encíclica Deus caritas est, §1).
Joseph Ratzinger ha dicho que la fe revive no por el esfuerzo ético, el ejercicio espiritual o la profundización cultural, sino por la repetición gratuita e incondicional de los gestos de amor de Jesús en la trama de los días. «La gracia», escribe Tomás de Aquino en la Suma Teológica, «crea la fe no sólo cuando la fe nace en una persona, sino mientras dure la fe». Esa misma frase del Doctor Angelicus fue insertada -como para indicar el centro de toda vida cristiana- en un documento adjunto a la Declaración Conjunta entre católicos y luteranos sobre la Doctrina de la Justificación, firmada y aprobada durante los años en que Joseph Ratziner era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
De manera similar, Joseph Ratzinger ha repetido a lo largo de su vida que la Iglesia es de Cristo, que siempre necesita ser renovada por su gracia (‘semper reformanda’), y que toda auténtica renovación eclesial tiene lugar como un «retorno a las fuentes», una vuelta a la fe de los Apóstoles. Esa fue la intuición luminosa y liberadora del Concilio Vaticano II, que vivió y compartió con entusiasmo cuando participó como experto teólogo en aquel gran acontecimiento eclesial: el descubrimiento de que el camino más fecundo para el presente y el futuro del cristianismo era el retorno a las fuentes (ressourcement), para volver a experimentar toda la amplitud de la Tradición, empezando por los Padres de la Iglesia, y liberarse así también del equivoco que había hecho pasar por «Tradición» las formas históricas codificadas de los aparatos eclesiásticos de los últimos siglos.
Ya en aquellos años -como se desprende de sus informes del Concilio- el futuro Pontífice había repetido que en la Iglesia, toda auténtica renovación «es simplificación, no en el sentido de disminución o menosprecio, sino en el sentido de hacerse simple, de regresar a esa verdadera simplicidad de todo lo que vive».
Joseph Ratzinger también ha dicho que el don de la fe no es una posesión adquirida que se deba dominar, y que se puede perder. Incluso como Papa, ha reconocido sin esconder el hecho de que «en vastas zonas de la tierra la fe corre el peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento» (Discurso a la Asamblea Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 27 de enero de 2012).
Mucho antes, cuando aún no había cumplido los 25 años, en su breve experiencia pastoral en una parroquia del centro de Múnich, ya había percibido un alejamiento existencial del cristianismo en muchos jóvenes que también participaban en rituales e iniciativas eclesiásticas. Era el rostro -que describió años más tarde en un ensayo sobre los «nuevos paganos»- de un nuevo «paganismo intra-eclesial», que había arraigado ante todo en contextos donde la pertenencia eclesial se había configurado como «una necesidad fáctica político-cultural», como «un dato a priori de nuestra existencia específicamente occidental».
Joseph Ratzinger se ha enfrentado a la pérdida sin precedentes de memoria cristiana que se ha producido con los nuevos procesos de descristianización. La que hace que muchos habitantes de países de antigua tradición cristiana consideren el cristianismo como «un pasado que no les concierne». También ha sabido leer las devastadoras noticias sobre la pederastia del clero como un caso de «persecución desde dentro» reservado a la Iglesia por los pecados y miserias de los propios eclesiásticos. Y ha reconocido sin disimulo que éste es el contexto en el que los bautizados están llamados hoy a confesar la fe, vivir la esperanza y practicar la caridad.
Joseph Ratzinger ha intuido y dicho que la respuesta a tal estado de cosas no es, no puede ser sólo organizar la resistencia en una fortaleza sitiada. Lamentar tiempos pasados. Si la Iglesia no posee otra vida que la de la gracia (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, §19), entonces también en el tiempo del éxodo y del exilio puede florecer la esperanza cristiana. Como profesor y teólogo, hablando en 2019 ante los micrófonos de una emisora de radio alemana, Joseph Ratzinger había prefigurado el momento en que la Iglesia perdería “la mayoría de sus privilegios sociales”, dejaría de ser una “fuerza social dominante” y ya no podría “habitar muchos de los edificios que había construido en la prosperidad”. Pero preveía la llegada de tal estado de cosas como un tiempo de purificación, que facilitaría a todos el reconocimiento de la total dependencia de la gracia de Cristo de la «Iglesia de los indigentes», liberada de la «estrechez de miras sectarias» y de la «obstinación pomposa», para convertirse en una morada «donde encontrar vida y esperanza más allá de la muerte».
Joseph Ratzinger también dijo, incluso siendo Papa, que a la Iglesia no la salvan los Papas. Y a veces, en la Iglesia, el triunfalismo clerical de viejo y nuevo cuño, la auto-ocupación eclesial y las «estructuras celebrativas permanentes» (expresión que utilizó al acercarse los acontecimientos del Gran Jubileo del Año 2000) pueden acabar ocultando el desierto que avanza. Su propia renuncia al cargo de Romano Pontífice ha sugerido algo importante sobre el misterio de la Iglesia.
En su último discurso público como Papa, Benedicto XVI confesó que siempre había percibido que en la barca de la Iglesia «está el Señor», incluso cuando parece que duerme, y que «la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y Él no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, porque así lo ha querido». También en la homilía de la Misa de inicio de su ministerio petrino, Benedicto XVI había dicho: «No debo llevar solo lo que en realidad no podría llevar solo». Ya en aquella ocasión confesó que no quería presentar un verdadero programa de gobierno de la Iglesia, porque «mi verdadero programa de gobierno no es hacer mi propia voluntad, no perseguir mis propias ideas, sino escuchar, con toda la Iglesia, la palabra y la voluntad del Señor y dejarme guiar por Él, para que sea Él mismo quien guíe a la Iglesia en esta hora de nuestra historia».
El gran teólogo convertido en Papa, acostumbrado a dar fe de la razonabilidad de la fe en las disputas académicas y en la confrontación con la gnosis de la modernidad, lo que fue su única suerte y el tesoro recibido a lo largo de su vida, quiso confiárselo a los niños. Lo hizo el 15 de octubre de 2005, contando el día de su Primera Comunión a los niños y niñas de Roma que acababan de recibir la Eucaristía por primera vez. No hablaba de los conceptos que había encontrado en los libros, de los conocimientos adquiridos, que sin embargo encendían en él y en sus alumnos un verdadero «entusiasmo» teológico. «Era un día de sol», relató aquella vez, recordando «la iglesia muy bonita, la música», y la plenitud de una «gran alegría, porque Jesús había venido a mí». Luego añadió: «Le prometí al Señor, con mi capacidad: ‘Me gustaría estar siempre contigo’, y le rogué: ‘Pero sé tú quien este sobre todo conmigo’. Y así seguí con mi vida. Gracias a Dios, el Señor siempre me llevó de la mano, me guio incluso en situaciones difíciles». Así ha sido hasta el final. «Porque yendo con Jesús vamos bien, y la vida se vuelve buena».
Crédito de la nota: Agencia Fides.