El arzobispo de Kigali, habla de las tres décadas de trabajo realizado por la Iglesia para la reconstrucción moral y civil de un país destruido por la matanza sistemática de más de un millón de personas, desencadenada el 7 de abril de 1994, tras la muerte del presidente ruandés Habyarimana.
El genocidio de 1994 en Ruanda, que se conmemora estos días, fue una tragedia que demostró cuánto daño puede hacer el odio. Treinta años después, gracias a los esfuerzos de reconciliación y unidad, el país dividido trabaja ahora por su desarrollo y reconstrucción. En este contexto, la Iglesia local contribuye en particular mediante una pastoral de reconciliación, de escucha y de atención a los supervivientes, así como de educación. El arzobispo de Kigali, el cardenal Antoine Kambanda, habla de ello en una entrevista concedida a los medios de comunicación vaticanos:
El 7 de abril se cumplieron treinta años del genocidio que vivió su país, Ruanda. ¿Qué lectura hace la Iglesia de estos dramáticos acontecimientos?
Fue un acontecimiento increíble, una tragedia inaudita. Realmente muestra la gravedad del pecado, del odio y cuánto daño causó. Un exterminio sistemático de un pueblo en el siglo XX, ante las pantallas del mundo, sin ayuda, con violaciones, torturas y humillaciones despreciables. Fue realmente una situación terrible y muy difícil de explicar. Pero damos gracias a Dios, porque después de treinta años, hemos conseguido superar todo esto, en el camino de la reconciliación y la unidad. Como dice san Pablo, «aquí es evidente que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia». Porque un país que fue destruido, una comunidad que fue desgarrada, está ahora unida y trabajando junta para desarrollarse, esta es verdaderamente la gracia de Dios.
Personalmente, ¿cómo vivió ese oscuro período hace treinta años?
En el momento del genocidio que conmemoramos, que tuvo lugar del 7 de abril al 4 de julio de 1994, casi cien días, en los que murieron 1 millón 100 mil personas, yo no estaba en Ruanda. Seis meses antes me habían enviado a Roma a estudiar. Pero antes de partir, en 1993, vi el comienzo de este genocidio: habían matado a personas identificadas como tutsis. En mi casa, de nueve personas que había, sólo una escapó. Las familias vecinas fueron completamente exterminadas. Lo vivimos con mucho dolor y sufrimiento. Pero poco a poco, por el camino de la reconciliación, lo conseguimos superar.
El principio que me ayuda mucho es no detenerme en mi sufrimiento, porque algunos han sufrido más que yo, han vivido este período, han visto a sus seres queridos asesinados, torturados, niños pequeños que nunca conocieron a sus familias. Así que dejo de lado mi sufrimiento para ayudar y apoyar a los que sufren más que yo. Es un principio que ayuda a superar el propio sufrimiento y conduce a la curación
Dos años después del genocidio, en 1996, al recibir al nuevo embajador de Ruanda ante la Santa Sede, el papa Juan Pablo II animó «a todos a buscar vías para una verdadera reconciliación mediante el diálogo y el respeto de la justicia». En el mismo discurso, el Santo Padre añadió que una auténtica reconciliación entre todos los ruandeses sólo podría lograrse en la verdad y en el redescubrimiento de la confianza mutua.
Después de este discurso del Papa, ¿cómo ha trabajado la Iglesia en Ruanda en favor de la reconciliación?
La Iglesia en Ruanda, desde hace treinta años, después del genocidio, orientó su pastoral hacia la reconciliación. Esa fue la línea directriz. En primer lugar, inmediatamente después del genocidio, la Iglesia en el país trabajó por un entierro digno de las víctimas y por el dolor de las familias. Fue también un intento de reconciliación con nuestros muertos, invocando la misericordia de Dios por lo ocurrido. Hubo reconciliación a tres niveles.
Hay una reconciliación con Dios, porque todo el mal que el hombre hace a otro es pecado que clama a Dios. Él nos manifiesta su misericordia. Luego está la reconciliación con uno mismo, con la propia historia, porque hay conflictos interiores, traiciones, culpa por no haber podido salvarse si hubiera habido un camino. Y la reconciliación con los demás, pues podemos compartir la paz.
Y, por último, la reconciliación práctica, ayudando a los supervivientes a través de Cáritas, construyendo las casas juntos, las víctimas y las familias de los acusados de genocidio, los que cometieron los asesinatos o los que permanecieron indiferentes. Pero hay una metodología que hemos desarrollado dentro de la Iglesia. Consiste en sentarse en pequeños grupos, en comunidades eclesiales de base, donde cada uno cuenta su historia de sufrimiento y los demás escuchan sin juzgar. Y cuando comprendemos el sufrimiento de los demás, este sufrimiento nos hace sufrir a todos. Es decir, nos lleva a la compasión. Y ésta es una puerta abierta al perdón a través de una pastoral de la reconciliación.
¿Se ha enfrentado a algún reto en esta labor pastoral?
Sí, el genocidio fue el resultado de una larga historia de ideología divisionista, de una política de división del pueblo, de documentos de identidad que mostraban las etnias, una división que afectaba a las propias familias. Porque si hay familias mixtas, la identidad del niño viene determinada por la etnia del padre. Esto llevó a dramas increíbles, en los que una madre podía denunciar a sus hijos o los tíos podían matar incluso a los sobrinos porque, siguiendo esta política, no pertenecían al mismo grupo étnico.
Así que el genocidio afectó a las relaciones humanas más íntimas, incluso dentro de las familias. Fue muy difícil. Otra dificultad vino determinada por el negacionismo, que consiste en decir que fue una guerra, que lo que ocurrió no fue un genocidio, el exterminio sistemático de una población. Una ideología, tanto dentro como fuera.
Y luego colaboración para que se hiciera justicia. Era muy difícil, pues la justicia «clásica» no podía funcionar. Teníamos más de 830 mil presos y preveíamos que harían falta más de cien años para obtener justicia. Eran los tribunales Gacaca, según la justicia tradicional, los que podían resolver el problema y obtener justicia para todos.
Algunos miembros de la Iglesia también estaban implicados. Esto hizo sufrir mucho a la Iglesia.
En estos treinta años, ¿cómo se ha manifestado el compromiso de la Iglesia con las víctimas en esta labor de reconciliación? ¿Tiene ejemplos concretos de este compromiso?
Sí, existe este compromiso con el desarrollo. Por ejemplo, tenemos la micro financiación para los pobres, para la que no se exige ninguna garantía para obtener un préstamo. Hay una garantía mutua, es decir, se reúnen en pequeños grupos de cinco a diez y se comprometen a que si uno de los miembros no puede pagar, los demás contribuirán y pagarán en su lugar. Esto requiere confianza mutua, solidaridad. Es lo que yo llamo reconciliación práctica, que ha permitido superar las divisiones étnicas.
Tenemos un pueblo en Karama donde, al principio, las viudas se reunían para llorar a sus muertos. Un grupo de mujeres que tenían a sus maridos en la cárcel a causa del genocidio, y que pasaban por allí todos los días para llevar comida a sus esposos e hijos presos, se insultaban mutuamente con este grupo de viudas.
Pero, al ver el sufrimiento recíproco, unas sintieron compasión por las otras. Y en lugar de reunirse para insultarse, se juntaron y surgió un modelo de reconciliación. Las acompañaban un sacerdote y una monja.
¿Cuál fue la contribución de la Iglesia en la labor de reconstrucción de la memoria?
Muchos lugares y monumentos conmemorativos están cerca de las iglesias. También hay iglesias que se han convertido en lugares de recuerdo. Y luego, el primer domingo de mayo, se organiza en todas las iglesias una oración por las víctimas del genocidio. Hemos acompañado a la comunidad con cartas pastorales y la Comisión Justicia y Paz se ha implicado todos estos años. La Iglesia ha participado en los tribunales Gacaca.
Tenemos centros de escucha y reconciliación en las diócesis. Y ahora estamos trabajando en la purificación de la memoria y la reconciliación con la historia.
En su opinión, ¿qué papel desempeñó la educación, en particular la católica, en este esfuerzo de reconciliación?
La mayoría de las escuelas de Ruanda son católicas. En nuestras escuelas, somos sensibles y enseñamos la unidad y la reconciliación. Insistimos en que no nos detengamos en las diferencias étnicas, sino que nos identifiquemos como ruandeses y, de este modo, como hermanos.
El Estado también ha abolido el equilibrio étnico que existía antes en las escuelas. Es decir, los niños eran aceptados según el número determinado por el Estado y según la etnia. Esto era muy peligroso, porque limitaba el rendimiento y la libertad de los jóvenes.
Esta justicia, que también se consigue en la educación, nos ayuda a hacer hincapié en la importancia de la unidad y la reconciliación. Además de la educación formal, hay sesiones de formación, sanación comunitaria y curación de traumas. Nuestras actividades pastorales incluyen asesoramiento y actividades prácticas de caridad, solidaridad y desarrollo, a través de Cáritas.
En 1994 se celebró el Sínodo para África. Desde un punto de vista panafricano, ¿cómo colaboraron las Iglesias de la región en esta labor de reconciliación?
A nivel de África, el SCEAM estableció en julio un programa de reconciliación y una oración de reconciliación. El Sínodo, en particular, se centró mucho en la justicia y la reconciliación en el continente africano. En nuestra región ACEAC, el primer domingo de Adviento está dedicado a la oración por la paz y la reconciliación. Contamos con un Instituto Superior para la Paz y la Reconciliación en Bukavu (República Democrática del Congo) que intentamos extender a otros países.
Y luego tenemos un programa de iniciación a la paz en la región de los Grandes Lagos. Celebramos nuestra última reunión en Goma. Reunirnos en esta ciudad congoleña fue un gesto de proximidad, sobre todo porque nuestro enfoque es reconciliar a las personas para que no se dejen manipular por ideologías de división étnica que pueden hacer mucho daño, porque el odio nunca debe justificarse. Y las diferencias no son un problema, sino una riqueza y una belleza.
La Virgen María, en Kibeho, tiene un mensaje muy hermoso cuando dice: «Hijos míos, son mis flores y deben regar mis flores y la belleza de las flores es que tienen colores diferentes».
El papa Juan Pablo II, el 15 de mayo de 1994, habló de «genocidio del que desgraciadamente los católicos también son responsables». ¿Cómo ha emprendido la Iglesia ruandesa su obra de purificación?
Tuvimos un sínodo especial, sobre todo en los años 98-99, preparando también el Jubileo del Año 2000. Y en este sínodo hicimos una especie de examen de conciencia. Y, como ya he explicado, nos sentamos en pequeños grupos y nos escuchamos unos a otros y sus sufrimientos. Así que esto también nos ayudó como Iglesia.
El año de la misericordia también nos ayudó. Posteriormente, desarrollamos un programa trienal: el Año de la Misericordia, de la reconciliación con Dios y, en 2017, el año de la reconciliación con nosotros mismos, también dentro de la Iglesia. En el acompañamiento pastoral, se animaba a la gente a confesarse, porque la participación en los tribunales Gacaca era muy difícil, la gente se veía obligada a denunciar incluso a sus propios familiares.
¿Qué puede decirnos, en conclusión, sobre lo ocurrido?
Estamos en la época de las conmemoraciones del genocidio perpetrado contra los tutsis en Ruanda, que suele coincidir con el tiempo de Pascua. Veo en ello un mensaje, porque la muerte nos duele mucho. Pero tenemos esperanza en la Resurrección. Y veo que nuestro país que estaba en las profundidades del sufrimiento y de la muerte, en la tumba, ahora está resucitando.
Demos gracias a Dios y enviemos un mensaje a nuestros hermanos de África y del mundo, porque las divisiones, el odio, la violencia, la guerra están presentes en todas partes. Es una debilidad humana que puede producirse. No debemos ceder a la tentación y al pecado de la división, sino construir la fraternidad. Todos somos hermanos, como dice el papa Francisco en la Fratelli tutti.
Crédito de la nota: Vatican News.