En la memoria de San Francisco Javier el papa Francisco celebró la Santa Misa en el Estadio Neo GSP de Chipre. Del Evangelio de Mateo, que narra de los ciegos que expresaban a gritos a Jesús su miseria y esperanza, el Papa desarrolló su reflexión, deteniéndose en tres pasos del encuentro que, en este camino de Adviento, «pueden ayudarnos a acoger al Señor que viene».
«¡Hijo de David, ten piedad de nosotros!»
Los ciegos que gritaban a Jesús mientras lo seguían, llamándolo «Hijo de David» – título que era atribuido al Mesías, que las profecías anunciaban como proveniente de la estirpe de David – no lo «veían», pero «escuchaban su voz y seguían sus pasos». Buscaban en Cristo lo que habían preanunciado los profetas, es decir, los signos de curación y de compasión de Dios en medio de su pueblo. Los dos ciegos del Evangelio – dijo el Santo Padre – se fían de Jesús y lo siguen en busca de luz para sus ojos. Y lo hacen porque perciben que, en la oscuridad de la historia, Él es la luz que ilumina las noches del corazón y del mundo, que derrota las tinieblas y vence toda ceguera.
También nosotros, como los dos ciegos, tenemos cegueras en el corazón. También nosotros, como los dos ciegos, somos viajeros a menudo inmersos en la oscuridad de la vida. Lo primero que hay que hacer es acudir a Jesús, como Él mismo dijo: «Vengan a mí todos los cansados y abrumados por cargas, y yo los haré descansar» (Mt 11,28). ¿Quién de nosotros no está de alguna manera cansado y abrumado? Pero nos resistimos a ir hacia Jesús; muchas veces preferimos quedarnos encerrados en nosotros mismos, estar solos con nuestras oscuridades, autocompadecernos, aceptando la mala compañía de la tristeza. Jesús es el médico, sólo Él, la luz verdadera que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,9), nos da luz, calor y amor en abundancia. Sólo Él libera el corazón del mal.
El «primer paso» indicado por el Papa es, pues, «ir hacia Jesús»: darle la posibilidad de curarnos el corazón.
Si cada uno piensa en sí mismo, no podrá curarse la ceguera
Tal como reza el relato evangélico, en este caso no se cura a un solo ciego, sino dos: se encuentran – dijo el Papa – juntos en el camino. Lo significativo, tal como indicó el Santo Padre, es que dicen a Cristo «ten piedad de nosotros». No piensa cada uno en su propia ceguera, sino que piden ayuda juntos. Se trata del signo elocuente de la vida cristiana, el rasgo distintivo del espíritu eclesial que es pensar, hablar y actuar como un ‘nosotros’, saliendo del individualismo y de la pretensión de la autosuficiencia que enferman el corazón.
Los dos ciegos, al compartir sus sufrimientos y con su amistad fraterna, nos enseñan mucho. Cada uno de nosotros de algún modo está ciego a causa del pecado, que nos impide «ver» a Dios como Padre y a los otros como hermanos. Esto es lo que hace el pecado: distorsiona la realidad, nos hace ver a Dios como el amo y a los otros como problemas. Es la obra del tentador, que falsifica las cosas y tiende a mostrárnoslas bajo una luz negativa para arrojarnos en el desánimo y la amargura. Y la horrible tristeza, que es peligrosa y no viene de Dios, anida bien en la soledad. Por tanto, no se puede afrontar la oscuridad estando solos. Si llevamos solos nuestras cegueras interiores, nos vemos abrumados. Necesitamos ponernos uno junto al otro, compartir las heridas y afrontar el camino juntos.
Son esos los motivos por los que el Papa señala el segundo paso: el de llevar juntos a Jesús nuestras heridas. Y es el motivo por el que frente a cada oscuridad personal y a los desafíos que se nos presentan en la Iglesia y en la sociedad somos llamados a renovar la fraternidad, puesto que, si permanecemos divididos entre nosotros, si cada uno piensa sólo en sí mismo o en su grupo, si no nos juntamos, si no dialogamos, si no caminamos unidos, no podremos – aseguró Francisco – curar la ceguera plenamente.
Se necesitan cristianos «luminosos»
Aunque Jesús había recomendado a los ciegos, tras haberlos curado, que no dijeran nada a nadie, ellos, sin embargo, hicieron lo contrario. No fue para desobedecer al Señor, sino simplemente porque no lograron contener el entusiasmo del encuentro y de su curación. De ahí que el tercer y último paso indicado por el Papa haya sido el de anunciar el Evangelio con alegría, signo distintivo del cristiano:
La alegría del Evangelio, que es incontenible, «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1), libera del riesgo de una fe intimista, distante y quejumbrosa, e introduce en el dinamismo del testimonio.
Vivir con alegría el anuncio liberador del Evangelio, aseguró Francisco, no se trata de proselitismo, sino de testimonio; no es moralismo que juzga, sino misericordia que abraza; no se trata de culto exterior, sino de amor vivido. He aquí que animó a los chipriotas, tras haber manifestado su alegría por ver cómo viven el Evangelio, a seguir adelante y a renovar el encuentro con Jesús, saliendo sin miedo para testimoniarlo, llevando «la luz» recibida para «iluminar la noche que a menudo nos rodea».
Se necesitan cristianos iluminados, pero sobre todo luminosos, que toquen con ternura las cegueras de los hermanos, que con gestos y palabras de consuelo enciendan luces de esperanza en la oscuridad; cristianos que siembren brotes de Evangelio en los áridos campos de la cotidianidad, que lleven caricias a las soledades del sufrimiento y de la pobreza.
Renovar la confianza en Jesús, que «escucha el grito de nuestras cegueras» y que «quiere tocar nuestros ojos y nuestro corazón, atraernos hacia la luz, hacernos renacer y reanimarnos interiormente» es la recomendación final del Papa que invoca, al final de su homilía al Hijo de Dios: «¡Ven, Señor Jesús!».
Crédito de la nota: Vatican News.