«Sólo tengo el bien de la Iglesia en mi corazón. Y por la conversión de mis seres queridos africanos daría cien vidas si pudiera». Esto es lo que Daniele Comboni solía decir de sí mismo, revelando su temperamento impetuoso a través de las expresiones de su discurso. A causa de su pasión misionera, él mismo contaba que tuvo que «luchar con potentados, con turcos, con ateos, con masones, con bárbaros, con los elementos, con sacerdotes… pero toda nuestra confianza está puesta en aquel que elige los medios más débiles para realizar sus obras». El Papa Francisco ha recordado la memoria del santo misionero en la catedral de Santa Teresa de Juba, donde se ha reunido con obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados y seminaristas, en el segundo día de su viaje apostólico a Sudán del Sur. «Podemos recordar –ha dicho el Papa al final de su discurso- a San Daniel Comboni, que con sus hermanos misioneros realizó en esta tierra una gran labor evangelizadora. Él decía que el misionero debía estar dispuesto a todo por Cristo y por el Evangelio, y que se necesitaban almas audaces y generosas que sepan sufrir y morir por África».
Daniele Comboni, uno de los mayores misioneros de la historia reciente, beatificado en 1996 y proclamado santo por Juan Pablo II el 5 de octubre de 2003, procedía de una familia de agricultores. Nació en Limone sul Garda, único sobreviviente de ocho hermanos. Ingresó en el seminario de Verona y luego asistió al instituto misionero fundado por el P. Nicola Mazza. El sacerdote, con el apoyo de la Congregación de Propaganda Fide, había llevado a Italia a algunos jóvenes africanos para formarlos y animarlos después a partir en expediciones misioneras a las regiones de África central.
Ordenado sacerdote el 31 de diciembre de 1854, en el mes de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de María, Daniele, de 26 años, fue el más joven de los cinco sacerdotes que el P. Mazzi envió en misión tres años más tarde. «Recordad», les dijo antes de partir, «que la obra a la que os consagráis es Su obra. Trabajad sólo para Él, amaos y ayudaos mutuamente, estad unidos en todo, y promoved e pretended siempre la gloria de Dios, sólo la gloria de Dios, que todo lo demás es vanidad». Tras el largo viaje, que incluyó también una peregrinación a Tierra Santa, los jóvenes misioneros llegaron a Jartum y luego, en barco por el Nilo Blanco, se dirigieron más al sur, 1500 kilómetros, hasta Santa Cruz, la última estación misionera frente a la selva impenetrable. Pero al poco tiempo, tres de los cinco murieron de agotamiento y fiebre. La expedición misionera acabó en fracaso. Propaganda Fide encomendó el terreno al Vicariato Apostólico de Alejandría.
A su regreso a Italia, se presentaron más tribulaciones. Tras rezar en San Pedro, Comboni elaboró un “plan misionero” que incluía la creación de las primeras avanzadillas misioneras a lo largo de las costas y la participación de mujeres misioneras para proclamar el Evangelio entre las gentes del África subsahariana que no conocían a Jesús. Pero mientras tanto, el obispo de Verona, tras la muerte del padre Mazza, prohibió al instituto misionero que había fundado aceptar nuevos seminaristas.
En el creciente clima anticlerical del naciente Estado italiano, Comboni consiguió crear el nuevo Instituto para las Misiones de la Nigricia gracias al apoyo de Pío IX, del cardenal Barnabò, prefecto de Propaganda Fide. El Instituto se fundó en Verona en 1867. Y en el tiempo que siguió, Comboni viajó por Europa en busca de ayuda material y espiritual para la nueva obra. Frecuentaba conventos de clausura y cenaba en casas aristocráticas. Encomendó el instituto a San José. Más tarde daría las gracias en sus escritos al padre putativo de Jesús, «que nunca permitió que cayese en banca rota y nunca me negó ninguna gracia temporal».
Pronto estallaron la hostilidad, las murmuraciones y los ataques clericales y anticlericales en torno a la obra de Comboni (que en 1872 fundó también en Verona el Instituto Femenino de las Madres Pías de la Nigrizia). Sus intuiciones misioneras, entre otras cosas, se cruzaban peligrosamente con los intereses que llevaban siglos moviéndose por las rutas de la esclavitud en África.
En las cartas a sus amigos, Comboni se muestra consciente de los «engaños, ilusiones, mentiras, sugestiones culpables» que se arremolinan a su alrededor. Sin embargo, Propaganda Fide apoya su dedicación incondicional a la misión. En 1877 fue ordenado obispo, y en diciembre de ese mismo año emprendió una expedición con un nutrido grupo de misioneros que le llevaría a Jartum tras casi un año de viaje. Fueron sus últimos cuatro años de intenso trabajo, en los que tuvo la alegría de visitar y ver florecer las misiones del sur de Jartum: Delen, Gondokoro, Gebel, Nuba, Santa Cruz, El Obeid… Ya en aquel entonces, cuando los achaques y enfermedades físicas empezaban a hacer mella inexorablemente en su salud, pesaban sobre él la hostilidad y la malicia que le llegaban de los círculos eclesiásticos. En una carta a un sacerdote, escribe que el clima extremo de El Obeid le dificulta dormir y comer. Y habla de las «píldoras amargas» que ha tenido que tragar, «que es un milagro si consigo sobrevivir. Yo trabajo por la gloria de Dios y por las pobres almas lo mejor que puedo, y sigo adelante sin preocuparme de nada más, seguro de que todas las cruces que tengo que soportar son por voluntad de Dios, y por eso siempre las amare».
En julio de 1881, las tormentas terribles y las fiebres que encontraron en el viaje de regreso de El Obeid a Jartum minaron su salud para siempre. En los últimos meses de su vida, vio morir a sus amigos y colaboradores más cercanos a causa de las fiebres malignas. Mientras tanto, crecía la preocupación por la situación política en Sudán, donde se incubaban conflictos y revoluciones dramáticas, como la revuelta antibritánica encabezada por el líder islámico Mohammed Ahmed el Mahdi. En una carta al Prefecto de Propaganda Fide, Comboni escribe que «las obras del Señor han nacido y crecido siempre de esta manera», y le cuenta la historia “de «nuestro hermano laico Paolo Scandi, de Roma, que ayudaba a la misión como herrero. Era poco más que un muchacho. Murió diciendo: ‘Soy feliz’. Dulce es ese ‘fiat’ que todo lo dice, todo lo entiende, todo lo abarca».
Poco después, también Comboni terminó sus días a la edad de cincuenta años, tras llamar a los suyos alrededor de su lecho de moribundos para darles las gracias y pedirles perdón. Antes de perder conocimiento – relató el sacerdote que le asistió en la fase final de su enfermedad -, «quiso abrazar la cruz… se durmió plácidamente, como un niño…».
Crédito: Gianni Valente. Agencia Fides