Vivimos un momento, me atrevería a decir, a nivel no sólo de la provincia sino de todo el instituto, en el cual no estaría mal que nos preguntáramos qué ha sido de Comboni en nuestras vidas y en nuestra consagración misionera. Escribo estas líneas tratando de ser objetivo y con el deseo de acercarme yo mismo a nuestro fundador. Creo que quienes se darán tiempo para leer estas líneas sabrán pasar por el tamiz lo que aquí les comparto, para quedarse con lo que realmente vale la pena considerar e ignorar lo que, tal vez, no tenga importancia.
Comboni el pobre
Siempre me ha llamado la atención que las biografías de Comboni empiezan describiendo los orígenes pobres de su paso por este mundo. Nació en una familia pobre, se educó en un ambiente pobre y para pobres, se dedicó a los pobres, vivió pobre. Nunca le alcanzaron los medios que mendigó por toda Europa para responder a las necesidades de su misión que vivió siempre en la pobreza.
Vivió pobre y eso supo traducirlo en una total confianza en la Providencia, pero sin instalarse en un estilo de vida cómodo en donde se optara por renunciar al trabajo necesario para ganare la vida. Hoy duele escuchar a cohermanos que dicen con mucha tranquilidad: «eso a mí no me toca».
Comboni fue pobre y eso no quiere decir que le faltó el dinero o los medios para llevar adelante una obra que ha llegado hasta nuestros días. Fue pobre porque supo desprenderse de todo y hasta de él mismo para consagrarse a la misión. Fue pobre porque vivió para una misión que llenó su corazón. Fue pobre porque supo respetar todo lo que recibió a lo largo de su vida para que la obra de Dios floreciera en donde lo habían plantado.
A veces me pregunto cuánto somos conscientes de que lo que nos permite ir adelante con nuestras obras es la pequeña ayuda que nos brindan los pobres.
Hoy me parece que hemos perdido de vista este espíritu de Comboni. Con facilidad hemos olvidado de dónde venimos y pretendemos un estilo de vida que no es ciertamente el de los pobres.
El Señor nos ha bendecido y, tal vez sin quererlo, nos hemos ido instalando con exigencias que no aceptan con facilidad la entrega y el sacrificio. Algunos, nos atribuimos derechos que no son compatibles con las opciones que hemos hecho.
Acostumbrados a tenerlo todo, hemos desarrollado un comportamiento que va en sentido contrario de la disponibilidad y de la prontitud para responder con generosidad a la obediencia que se nos va presentando.
Hoy para dar una destinación pueden pasar años antes de que se llegue a la aceptación, cuando no va de acuerdo con nuestros intereses. El diálogo se ha convertido en un juego de vencidas en donde hay que hacer esfuerzos titánicos para no terminar siempre cediendo a las exigencias de quienes tendrían que ser los primeros en manifestar su disponibilidad a la misión.
Ya lo decía, hace algunos años, hoy los superiores se han convertido en pordioseros o mendicantes que caminan como de puntitas para no hurtar sensibilidades. Parece como si se hubiese filtrado un sentimiento o una convicción de que somos personas que hacemos un favor aceptando una obediencia.
Puede ser que a alguien le pueda parecer exagerado hablar en esos términos, pero en realidad es ahí en donde experimentamos nuestra real pobreza. Es el confiar y en no atarse a nada ni a nadie en donde realmente somos pobres, porque aceptamos poner lo que somos en las manos de Dios, aunque el precio a pagar nos cueste.
Cómo nos falta la pobreza de Comboni que supo poner su vida, sus sueños y sus planes en las manos de Dios, jugándose la vida, aunque en el riesgo no faltara algún rasguño o incluso un trago amargo.
Comboni el de la vocación indiscutible
Todos conocemos las palabras de Comboni al final de los ejercicios y de su diálogo con el padre Marani. «Vaya que su vocación es una de las más claras y seguras». Eso le bastó a Comboni para no volver a poner en duda el llamado que el Señor le había hecho. Vivió de su vocación y para su vocación hasta el último momento de su vida.
Que Dios lo quería misionero para África, ésta fue la certeza que lo acompañó y lo sostuvo en todos los momentos de su vida. Y ciertamente no fue llamarada efervescente provocada por las hormonas de la juventud. Comboni vivió enamorado de su vocación y con esto no quiero ser ingenuo, pues seguramente también el vivió su cuarto de hora de purificación.
Hoy me cuestiona la fragilidad de nuestros compromisos y lo diluido de nuestro entusiasmo misionero, con sus no pocas excepciones. Parte el alma encontrarse con cohermanos, y a lo mejor yo mismo soy uno de ellos, que a cincuenta años o más viven preguntándose si será realmente esto lo que Dios quiere de nosotros.
Las experiencias vividas en el acompañamiento de jóvenes y menos jóvenes combonianos me ha dejado muchas veces perplejo, pues encontrarse con alguien que está a la mitad de la vida que te diga que quiera vivir la misión, pero sin acabar de entregar su vida, quiere decir que no ha entendido que la vocación misionera lo exigía todo.
Entiendo que todos pasemos por momentos de purificación, de crecimiento y de maduración. Acepto que nadie tiene un certificado de garantía que le asegure que su vocación es la que firmó el día de la primera profesión religiosa. Pero si no somos capaces de creer y de confiar en el llamado que hemos recibido, nos tocará seguir cargando, y siendo una carga para los demás, con una vida marcada por la mediocridad y por la tibieza.
En la realidad del mundo en que nos toca vivir es muy fácil que queramos hacer de nuestra vocación algo muy light, como se dice ahora. Una vocación que no sea muy exigente, una vocación que no consuma la totalidad de nuestro tiempo, una vocación que nos permita mantener una red de amistades y compromisos en donde lo que predomine sea la fiesta, el festejo, el «social» que multiplica los encuentros sin que dejen algo profundo en nuestros corazones.
Nos acomoda muy bien una vocación que nos permita realizar nuestros proyectos personales, en algunas partes esto significa pasar largos años en estudios para poder colgar en nuestras oficinas los títulos que nos acrediten como profesionales.
Nos resulta más incómoda e insatisfactoria una vocación que exige gastarse de manera oculta y muchas veces sacrificada en un servicio que no será reconocido y muchas veces ignorado.
¡Ay Comboni¡ cómo me gustaría que nos contagiaras con la pasión de tu vocación y que nos enseñaras a entender que las cosas de Dios no se viven con reglas de mercado. Cómo me gustaría que nos hicieras sentir que la vocación implica cruces y sacrificios, renuncias y una enorme confianza en quien nos ha llamado.
Comboni el hombre de fe
Todos hemos aprendido de memoria las frases que nos alegra repetir cuando hablamos de Comboni y es un gusto decir que las obras de Dios nacen y crecen a los pies de la cruz o que los misioneros del África Central aprenderán lo que se necesita para dar sus vidas a la misión permaneciendo a los pies del crucificado. Con facilidad reconocemos que Comboni fue un hombre de fe y supo leer los signos de Dios en la realidad y en el tiempo que le tocaron vivir.
Que Comboni fue un hombre de oración, nos gusta recordarlo cuando él mismo dice que jamás dejó de hacer su oración, incluso cuando se encontraba en caravanas en medio del desierto.
Y seguramente a ninguno de nosotros le faltaron las catequesis sobre la oración durante el noviciado. A todos los que hemos sido ordenados se nos dijo que teníamos la obligación de rezar el breviario y prometimos solemnemente que lo haríamos el día que el obispo nos interrogó antes de ser ordenados. Pero resulta que hoy parece haber pasado esa obligación al nivel de lo discrecional. Me ha tocado pasar por comunidades en donde sólo los más ancianos son fieles a los actos comunitarios y a algunos de nuestros hermanos simplemente no les parece necesario. Creo que todos hemos desarrollado una buena disciplina en lo que se refiere a la oración y obedientes a la palabra del Evangelio nos encerramos en nuestros cuartos para estar con el Señor en el silencio, pues en las capillas son pocos los que, a lo mejor por distracción, se siguen encontrando.
Comboni era el hombre de fe que sabía interpretar y decir que esta era la hora de Dios. Leía los signos de la presencia del Señor, tenía una mirada de fe sobre la realidad, sobre los acontecimientos y sobre las personas.
Muchas veces me pregunto cómo vivir esta dimensión de la fe para no caer en lecturas demasiado pesimistas de la realidad y de lo que nos está tocando vivir. Tengo la impresión de que vivimos el tiempo con una cierta intolerancia que se traduce en ansiedad y preocupación, a veces, desmesurada. Será porque el futuro que se dibuja ante nosotros no se antoja demasiado alentador.
Y, sin embargo, acercándonos a la persona de Comboni cuántas veces tendremos que reconocer que su confianza en Dios le permitió atravesar hasta los momentos más oscuros de su vida con una serenidad y con una paz que le ayudaron a no perder la confianza y a mantener la alegría.
Quienes acompañaron a Comboni en las últimas horas de su vida recogieron estas palabras que hablan del espíritu que llenaba su corazón: “tengan coraje; tengan coraje en esta hora dura, y más aún para el futuro. No desistan, no renuncien jamás. Afronten sin miedo cualquier tempestad. No teman. Yo muero, pero la obra no morirá”. Sólo podían ser palabras de quien tenía el corazón lleno de Dios.
Les confieso que a mí me ganan los criterios de la eficiencia, el deseo de tener respuestas inmediatas y resultados contundentes. Pierdo los pedales cuando las cosas no salen como lo esperaba y me cuesta enormemente aceptar que, tal vez, Dios tenía otros planes que no son los míos, en lo que me toca vivir.
Hacer una lectura de fe en lo que es nuestra vida hoy a nivel personal y comunitario, seguramente es uno de los retos que nos interpelan con mayor fuerza y que ponen en evidencia la pobreza de nuestra fe.
Interpretar desde la perspectiva de Dios, también los momentos desconcertantes que nos están tocando vivir y aceptar que la obra de Dios se construye con momentos de soledad y silencios llenos de confianza en quien nos ha llamado, eso es algo en lo que la experiencia de Comboni aparece ante nosotros como una escuela en la que nunca acabaremos de aprender. Seguramente esa es una de las gracias que tendríamos que implorar por medio de Comboni en esta ocasión de su aniversario.
Comboni el de la misión
«Soy muy dichoso de encontrarme finalmente de vuelta entre vosotros después de tantas vicisitudes penosas de tantos anhelantes suspiros. El primer amor de mi juventud fue para la infeliz Nigrizia, y dejando todo lo que me era más querido en el mundo, vine, ahora hace diecisiete años, a estas tierras para ofrecer mi trabajo como alivio de sus seculares desdichas. Después, la obediencia me hacía volver a Europa, dada mi endeble salud, que los miasmas del Nilo Blanco en Santa Cruz y en Gondókoro habían incapacitado para la acción apostólica. Partí por obedecer; pero entre vosotros dejé mi corazón y, habiéndome recobrado como Dios quiso, mis pensamientos y mis actos fueron siempre para vosotros. Hoy finalmente recupero mi corazón volviendo junto a vosotros…» (Escritos 3156)
No hubo en su corazón otra pasión que la misión. A veces siento y pienso que nosotros vamos dejando nuestro corazón en muchas partes y la misión se convierte en un lugar lejano que el polvo del tiempo nos va impidiendo ver con lucidez. Me cuestiona la falta de pasión misionera, me cuestiona un modelo misionero centrado en el quehacer que no permite respirar profundo y llenarse el alma de aquella espiritualidad que llama más a ser que a ocuparnos de obras.
A veces tengo la impresión de que nos hemos dejado atrapar por roles de administradores preocupados por asegurar el patrimonio y hemos perdido la chispa de la creatividad misionera que nos pudiese llevar al encuentro de los más pobres.
La misión es, y siempre será, una cuestión del corazón y si no somos capaces de mantener viva la pasión del primer amor, es muy fácil que se filtren en nuestro interior otros amores que nos distraen y acaban por asfixiar el entusiasmo que nos debería empujar a vivir en una sana tensión hacia los demás.
Me cuestiona que en nuestra provincia existan cohermanos que no manifiestan el deseo de volver o de partir a la misión. Algunos van cargando, a lo mejor, silenciosamente experiencias que no fueron muy gratificantes o hasta traumáticas. Alguien podría decir que es parte de la apuesta y la factura que muchas veces nos pasa la misión.
También Comboni, en un cierto momento, tuvo que abandonar y retirarse, pero nunca sacó de su corazón el deseo de estar en la misión. Nunca hubo otra pasión en su vida.
Por otra parte, da gusto ver la ilusión con que parten quienes, después de algunos años de servicio en la provincia, siguen sintiendo que la misión bien vale la pena. Nunca olvidaré los rostros alegres de aquellos misioneros ancianos que me tocó acompañar hasta el portón de la casa general y que volvían a la misión como si fuera la primera vez que se les había regalado la dicha de su primera destinación.
A veces pienso que el futuro de esta provincia, y seguramente el de muchas más, se está jugando precisamente en este aspecto, pues la tentación a instalarse o a negarse el derecho a soñar en lo bello de la misión puede filtrarse muy sutilmente entre nosotros, como la humedad que se descubre en los muros de una construcción que empieza a envejecer.
Me preocupa el ver que, con el pasar de los años, hemos ido perdiendo la osadía y hemos ido abriendo espacios a las programaciones y a lo administrativamente aceptable. Hoy estamos atrapados en una estructura que, por ser buenos observantes de la Regla, nos está llevando a conformarnos con lo conocido y con lo que tenemos y nos hacemos ciegos ante un proceso de involución misionera que puede acabar haciendo de nuestras presencias misioneras algo insignificativo.
Con el envejecimiento de nuestro instituto y su insistencia en reducir los compromisos, las próximas comunidades que nos tocará cerrar son las de los ancianos y enfermos, pues las otras, por el número de misioneros que las conforman, ya no son comunidades, son presencias que entrarán muy pronto en agonía. Me gustaría no ser de los que apaguen la luz, antes de cerrar la puerta, sino de los que enciendan fuegos nuevos y esperanzas eternas.
Ojalá que estas cuantas líneas sirvieran sólo para darnos la oportunidad de reconocer que con Comboni hemos heredado algo bello y que compartir lo extraordinario de su carisma debería convertirse en estímulo de vida.
Como me gustaría que Comboni naciera de nuevo en el corazón de cada uno de nosotros, que nos contagiara su creatividad misionera, que nos diera la alegría que lo acompañó siempre en sus correrías de animación misionera, que tocara lo más profundo de nuestras personas como lo hacía con todas las personas que encontraba y a quienes entusiasmaba para que lo siguieran hasta el centro de África.
Como me alegraría, Comboni, que nos ayudaras a ser ese cenáculo de apóstoles que soñaste y que nos ayudaras a crear comunidades más fraternas y solidarias. Como me encantaría que nos transmitieras esa capacidad de creer y de involucrar a los laicos en lo apasionante de tu misión. Como me sentiría feliz compartiendo tu vida pobre, sencilla, apasionada y tan llena de Dios.
Comboni, muchas felicidades en tu día.
P. Enrique Sánchez G. Mccj
Xochimilco, CdMx 7 de marzo de 2022
Crédito de la nota: www.comboni.org